Estás todo lastimado: mi autorretrato como un hombre que vive en un cuerpo ilegal
"Mi cuerpo parece el de un humano que estaba a punto de transformarse en monstruo pero se trabó, se quedó en la mitad del proceso. Mitad vida, mitad muerte", ha escrito sobre sí mismo.
Reportero, músico, creador, es una de las 60 personas en el mundo diagnosticadas con fibromatosis hialina juvenil, un mal que lo marca pero no lo define.
Le pedimos que nos hablara de él. Lo que sigue es su texto.
La historia comienza así: "Contanos tu historia". Dicho con mucha paz, con amor, sin apremios. Pagado en una moneda que jamás vi ni comprada en mercado negro.
De acuerdo. Muchas gracias. Pero yo lo siento como si estuvieran torciéndome las muñecas y dejándome el cuello giratorio. Es muy amplio.
La idea la propuso este medio, BBC Mundo, y mi entusiasmo —maldito, inteligente, precoz— hizo que me entregara en cuerpo y cara.
¿Pero cuándo llega este trabajo: en qué momento de mi vida?
Justo cuando acabo de mostrarle al mundo unos trazos de mi historia. En mayo publiqué una autobiografía editada por Leila Guerriero que me pidieron como primer libro: "Formas propias, diario de un cuerpo en guerra", lanzado junto al sello Tusquets de la editorial Planeta.
Lo han leído en muchas partes: en Londres, en Miami, en París, en Madrid, y después de su publicación, bueno, me encontré solo, sin más que contar, con mil propuestas nuevas y cero decisiones, perdidamente vacío, pataleando paredes, encaprichado, arrastrando pensamientos, queriendo justo eso, lo mismo, eso simple, repetitivo, chiquito y bello: contar una historia.
Otra historia.
Y sobre los demás, sobre personajes marginados y sucios a conocer para retratarlos sumergido en un intenso trabajo periodístico de campo. Si el texto no se enfoca en mí, nacerá alivio por un tiempo.
Mi psiquis ya no tiene descanso.
Y los medios hegemónicos —carentes de contenido— son muy morbosos.
Respondí 44 mil veces qué era mi enfermedad. Por teléfono de línea con telarañas, celular, WhatsApp, audios de WhatsApp, videollamadas de WhatsApp, audios de Instagram, Zoom, Meet.
Ya sé que mi cuerpo es ilegal, ya sé que rompo las normas de la biología.
Prometí que no iba a volver a contestar esa pregunta al detalle. Tampoco voy a hacer un resumen de mi libro ni ningún tipo de refrito. Para eso están las reseñas, está Yahoo Respuestas o Wikipedia, aunque todavía no me crearon un perfil.
Pero acá voy, porque no me salen las promesas, con una breve introducción necesaria:
Me llamo Matías Gabriel Fernández Burzaco —ojo: es la primera vez que revelo mi segundo nombre—, tengo 23 años, una madre, un papá, tres hermanos, me considero millonario por la cantidad de amigos íntimos que me rodean (los amigos representan el amor en su muestra máxima, los prefiero antes que a cualquier pariente, en un asalto vida o muerte, si me dan a elegir, elijo que se salven ellos).
Soy periodista, rapero, intento ser escritor o mezclar mi curiosidad con la literatura, hasta el momento no escribo ficción, no sé escribir cuentos, intuyo que soy pésimo, horrible, desastroso, inventar y mentir en la vida me cuesta horrores, ah, cierto, y se me olvidaba decir que mi figura es como la de un muñeco que parece derretido a causa de una enfermedad de la piel —se llama fibromatosis hialina juvenil, HFJ; 60 casos en el mundo y dos en el país— que me produce tumores benignos, pelotas grandes de tejido en todo el cuerpo, mientras transcurre el conteo de los segundos como gotas de un suero y se expande mi deformidad y escribo este texto.
La muerte me suele acariciar la espalda. Mi nariz está hinchada y mi cara cada día es más triste.
De noche duermo con un respirador BiPap futurista porque hago apneas del sueño —una máscara de aire violento que me revienta el rostro—, y al mismo tiempo que redacto esta nota pongo una base de rap, una pista dark boom bap, estoy improvisando, rapeando con los ojos blancos, metiéndome en portales oscuros, haciéndole mención a la muerte y al diablo, en trance con un brote metafórico y pensando en que por mis condiciones físicas jamás —jamás, es imposible— podría suicidarme. Creo que ni siquiera pidiéndole ayuda a otro. Nadie le daría importancia a mi deseo de ir a la tumba, de hacerle respiración boca a boca al infierno. "Vos no podés, vos la luchaste, vos solo podés ser un angelito bien vivo que no se va nunca", dirían.
Entonces escribo para mantenerme acuchillado.
"Vos tenés muchas protuberancias pero lo que sobresale es tu cerebro", me escribe una lectora. Es rubia, de rulos, muy linda.
Leyó mi libro. Al fin aparecen personas que me reconocen por lo que hago y no tanto por lo soy en estética, en físico, en patología.
Ella es piola, cazó el mambo, como decimos en Argentina, no es de esas personas con poca empatía que no averiguan quién sos, que no escuchan al otro, muéranse egoístas porque te tiran la más fácil: qué luchador, qué campeón, mi corazón, cuánta superación, les voy a contar a mis nietos de vos, qué ejemplo de vida.
Ya taché de mi diccionario la palabra resiliencia. Cuando escucho esos tipos de comentarios me agarra una tos ritmo fiesta clandestina y termino expulsando flemas nombre rechazo. Y el trap mainstream argentino, ni hablar, me parece un espanto.
Mi papá compró muchos papeles y servilletas. En la cocina hay como 20 rollos de 500 hojas. Es decir: en pesos, serían $5.000 por mes (unos 50 dólares estadounidenses).
Ya me gasté dos.
Digamos que el oído me sangra.
Y ando con un tic: antes de dormir, escupo saliva para no respirármela con la ventilación de la máscara; de día, por las dudas, hago lo mismo algunas veces por más que no la use. Es una acción —basada en los nervios— que ya me quedó. Tener la boca abierta tampoco ayuda.
Me agarra mucho miedo y no lo puedo controlar. Miedo a morir ahogado en mi propio cuerpo.
Paremos acá: pensé mucho en contar esto de arriba o no. Lo puse, lo saqué, ahora está. ¿Lo dejo? Intuyo que muchos y muchas vinimos a la tierra para mostrar nuestras miserias ansiosas y dejarlas boyar en el aire hasta que se agoten. La vida es un borro-escribo-borro-escribo. De todas formas, me parece muy de tipo cobarde hacer esta aclaración. Así que sigamos.
No pienso censurar nada.
"Sos un salvaje, no podés irte tanto al carajo", añade esta mujer.
Me cuenta que mientras leía lloraba y después no sabe por qué se hacía pis de la risa y después lloraba y después reía a carcajadas y después lloraba de nuevo sin parar.
Aunque se lee rápido, dijo, demoró dos días en acabar su lectura y no quiso hojear las últimas diez páginas para que no se terminara. "Sos muy explosivo, explícito y sensual, me generás escalofríos, me tuve que tocar y ahora quiero acariciar tus formas", relata.
Su mensaje hot me atrapa una sonrisa.
Le contesto que sí, con una lluvia de corazones, que pronto nos veremos.
Hace días otra chica me propuso hacer una película porno. "Bueno, ensayemos mucho, con eso no hay problema", le dije con tono de sinvergüenza.
Me mandó nudes.
Y acá es medianoche, no deseo masturbarme. En mi casa se oyen poco los autos que rebotan contra las piedras de los pozos mojados en la vereda: vivo en Flores, Ciudad de Buenos Aires. Mi domicilio se encuentra en la calle Páez y se la pasa repleta de gente. Parece la casa del barrio: empanadas que salen del horno de barro, tragos de fernet, hielo resbaloso para la jarra de alcohol, mucha PlayStation, trucos con cartas rotas en la cocina, coca cola fresca en frasco de vidrio para mí.
Sin embargo, ahora no hay nadie: los amigos huyeron en moto. Uno vive a tres cuadras pero le gusta decir que duerme en la esquina de mi casa, que la distancia es media cuadra. Dijo que iba a contar los pasos.
Adentro de nuestro hogar, en soledad, el silencio manipula: me atrapa durante media hora con pensamientos oscuros hasta que funciona como disparador de ideas.
—Tomatelá —le grito a Lobito, 11 años, caminata senil, y me mira con cara de gatito de Shrek. Acaba de dibujar un caminito de caca en mi habitación. ¿Justo en mi cuarto, teniendo toda la casa? Hubiera hecho esto en el patio o en la terraza.
Ni me registra y se abre de patas hasta quedar acostado, al borde del llanto.
Lo encontró una de mis tías, la que se hace la salvavidas, y lo trajo a los ladridos. Es un ovejero alemán pero reclutado de la calle. Mezcla de mezcla de mezcla.
Es como yo, en realidad: no se sabe qué cuernos es.
Van a ver que ya no me quiere.
La caca, el charquito de pis: suele pasar. Mi hermano Agustín se pone el barbijo de protector —gran estratega— y limpia agachado. Al perro yo lo castigo pero solo con insultos que son ignorados.
Y esto también suele pasar: cuando la enfermera titular de turno no puede venir, manda a la hija de reemplazo. Pasó solo por hoy. La hija no tiene título pero estudia enfermería y es más chica que yo.
Nunca tuve una enfermera menor a mí.
Ella con 22, yo con 23.
Podríamos transgredir y tener relaciones por las noches.
Paciente-enfermera: buen featuring.
Pero en este momento hace en cambio la operación menos sexy de la historia: me saca una gasa de la oreja, mira mi cuerpo en general. Y entonces:
—Estás todo lastimado.
Después se sienta en una silla de madera endeble, me desviste, estoy en cuero, y dice con cierto tono irónico "uh, qué triste ser vos, eh, tu vida es para llorar" y luego describe mis manos como manos de arbolitos.
Me encanta esa oración que salió de su boca. Mi cuerpo que combina con lo verde, que fabrica frutos. A veces le pido tanto al mismo tiempo que me para el carro, al igual que su mamá, diciéndome que no es un pulpo. Es que las dos rascan muy bien.
—¿Vos nunca llorás? —pregunta—. Nunca termino de entenderte.
—No puedo. No con intensidad. Vivo asfixiado. Solo me cayeron dos lágrimas cuando me enteré que iba a publicar el libro, y también ayer cuando visité a los angelitos de la plaza que participan de mi nuevo tema musical/documental: no pude frenar el llanto. Solo el viento me contuvo y me secó los ojos.
Es un video clip que se llama "Los nenes me odian". Lo grabé con Brunito, un amigo que me hace la música en la que yo rapeo. El documental fue filmado en La plaza de los periodistas. En el centro hay una fuente que grita alaridos: son estatuas de angelitos blancos, pero grafiteados con los ojos negros. ¿Quién habrá sido? ¿Fueron ellos mismos? Lloran oscuridad.
Ahora
—Acabo de llegar a casa — me avisa Suri, mi amigo cuidador enfermero hermano: todo eso junto—. ¿Vos cómo estás? ¿Te dejé bien? Qué alegría, amiguito. Si mañana necesitás que llegue más temprano avisame. Todavía me acuerdo de lo que nos pasó hoy a la tarde: en la calle unos niños te estaban mirando re amables, la madre salió hacia la vereda, los sacó de tu vista y yo le grité muy fuerte: "¡Ortodoxa!".
En la plaza un pibe flaquito pasea con la bici, casi se choca contra un árbol porque no para de mirarme y mi amigo le advierte: "Mirá que si lo seguís mirando te va a pasar, eh, tené cuidado, vas a terminar como él".
Yo me río debajo del barbijo. Para los niños que me cruzo no soy Chucky por la estatura ni Jason por la máscara ni el hombre de la bolsa por el bolso en el que llevo el celular; soy "el extraño deforme de la plaza". Si me ven demasiado, se van a convertir en nenitos defos.
En la canchita de fútbol todos son flacos, juegan sin barbijo y se matan a patadas. El único gordito termina llorando. Unos borrachos comparten Fanta del pico. Uno de rastas está en cuero y le tose al cielo, que se está poniendo rojo. Lo miro mal. Quiero subir a la calesita, volver a tener 3 años. Hay una hamaca nueva adaptada para discapacitados, pero debe estar re viruseada. Me encantaría probarla.
Suri ya aprendió a vestirme: es un capo total. Brillo para el pelo teñido de colores, camiseta dri fit de México, zapatillas negras con dorado, reloj plateado. También me saca la botellita que uso de papagayo cuando hago pis.
Me sube el pantalón deportivo, me arranca una venda y mira: "Fua, amigo, ¡tenés la rodilla re deforme!". Nunca me deja solo, dice hoy, por si de sorpresa me agarra una hemorragia interna en los nódulos.
Antes
No puede ser lo que veo.
No.
Acostado en la cama, tapado con dos sábanas, lloro para adentro. Una araña trepa hacia el techo y vibra con las imágenes, al lado mío.
¿Será ella?
—Hola, hola, hola —suelta una chica en un video random que me aparece en YouTube, dentro de las sugerencias por músicos que me gustan. Caí acá y no hay salida.
Probándose ropa, le baila al espejo burlándose.
—Hola —se pone otra prenda.
De fondo una biblioteca.
Es la protagonista de "Suavemente entusiasmada", una peli corta y musical que aborda el deseo desde la diversidad funcional y las formas del cuerpo, inspirada en The Elephant Man, de David Lynch.
Tiene, parece, la misma enfermedad que yo: nódulos en la cabeza, un ojo casi tapado, el rostro en aprieto, las orejas distorsionadas, la expresión fogosa.
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