El coronavirus ha trasladado a la casa las múltiples actividades que realizábamos fuera.
El coronavirus nos ha cambiado la vida a todos, y sin duda, uno de los temas más complejos ha sido el desafío para los padres de tener que educar a los hijos en casa. Lo que sigue es el honesto testimonio de Lia Bock, una mujer brasileña que junto a su compañero suman cinco niños.
Tener muchos hijos durante una pandemia es coquetear con los límites.
El límite de la salud mental, el límite financiero, el límite de computadoras para la escuela en casa, el límite de la paciencia y también el límite del amor.
Sí, porque no han sido pocos los días en los que he tenido la certeza de que el amor maternal era como una Tierra plana: podía caerme afuera en cualquier momento sin lograr regresar jamás. Claro que es una idea tan estrafalaria como la del final de ese mapamundi: el amor sobrevive cíclico, apenas (si es que lo podemos decir así) entrecortado por momentos de odio.
El día en que odié ser madre había cubiertos esparcidos por toda la casa: las gemelas de 2 años aprendieron a abrir la llavecita que cierra la cajonera de la cocina. Los dos del medio habían tomado todas las sábanas (limpias) de la casa para hacer una cabaña donde, obviamente, comieron galletas de chocolate. El mayor estaba inmerso en un juego infinito de Fortnite gritando como loco cosas como "Voy a morir", "¡Mátalo!", "Vamos: ¡dispara!, ¡dispara!", como si estuviéramos en una zona de guerra. Y quizá lo estábamos.
Quizás también te interese
Final de Quizás también te interese
Primero tuve una sensación de impotencia, después apareció el desánimo, seguido de ganas de llorar y, cuando nada extraordinario o divino sucedió, vino el odio.
Al principio fue una rabia directa con esos niños en particular, después una ira hacia "la nueva normalidad" en la que las personas con muchos hijos y que dependen de una red de apoyo quedan clavadas.
Y después, claro, vino la culpa, porque al fin y al cabo fui yo quien escogió esta vida, ¿no es así? De ahí al odio apenas fue un salto.
Es cierto que llegué hasta aquí siendo plenamente consciente. Que llegamos. Ya teníamos tres hijos, contando los dos míos y la de mi compañero, cuando decidimos tener uno más, ese que uniría a nuestra familia en un mar de amor y apellidos diferentes.
Pero, ops, llegaron dos. Y todo bien, la naturaleza es sabia, "será mejor así", cuando los mayores estuvieran fuera con su padre o madre, las pequeñas se tendrían la una a la otra.
Lo que no estaba en el guion era traer la escuela, el club, el parque, el fin de semana con los abuelos, todo para la casa.
Definitivamente no estábamos preparados para ese "Gran Hermano" familiar que además de no tener premio al final, incluye una pérdida de parte de los ingresos.
Y, en esos meses de masacrar la vida privada, un trocito de mi corazón aprendió a odiar la maternidad. Demasiados "no". Y la mezcla de las ganas de rendirse con la necesidad de continuar estableció un patrón de resignación en el que odiar la rutina, los quehaceres y la maternidad en sí comenzó a formar parte de la vida.
En esta pandemia todos nosotros, padres, madres y niñeros, entendimos bien la diferencia entre criar y educar. Criar es fácil: basta con alimentar, prender la televisión, dar un baño y descargar Zoom.
Educar es mucho más complejo, e implica un conjunto de sentimientos, reglas, paciencia, embates y preguntas simples con respuestas elaboradas.
Incluso cuando me desesperé y tomé la opción más simple, eligiendo de forma consciente apenas criar a los niños, el mundo golpeaba a mi puerta para recordarme que, durante la pandemia esa opción no existe.
Uno tenía ataques de pánico creyendo que iba a morir de coronavirus, el otro convirtió la escuela en un suplicio y las bebés se agarraban a la puerta llorando, en un ruego desesperado por salir a dar un paseo.
Dios mío, ¡déjame ser una "pésima madre" por un momento, por favor! No, en la pandemia no se nos permite hacer eso.
Es ahí donde el que tiene muchos hijos está en apuros. El aislamiento creó demandas bien concretas que se sumaron a las ya convencionales de la familia.
En ese exceso de necesidades puntuales se dan, incluso, situaciones contradictorias.
A uno hay que explicarle que estamos en una pandemia y que la vida no sigue como era antes, sino que está en el margen opuesto; el otro necesita que tratemos el tema con ligereza porque está absolutamente aterrado por el coronavirus.
Uno necesita moverse y agitarse para ver si la serotonina se activa; el otro, silencio y meditación. Uno necesita cuidarse con la comida; el otro, un empujoncito para comer. Y, claro, además todos precisan de apoyo en la escuela, lo que para quien tiene muchos niños en casa es absolutamente desesperante.
Y así, bajo la batuta enloquecida de la vida monótona, bajo el miedo a la muerte y también a la vida tal como está configurada, vi el lado sombrío de la maternidad: como persona privilegiada que soy, eso no me había ocurrido antes. Sentí el odio correr por mis venas. Tenía olor a agotamiento y toques de fracaso. El odio maternal está cargado de resentimiento y es absurdamente revelador.
Sí, porque odiar la maternidad no tiene nada que ver con odiar a los hijos.
Es más un odio al mundo y a las circunstancias de la vida. Tiene que ver con el límite de lo que podemos dar, y la falta de perspectiva de cuándo llegarán días mejores.
Está bien, pero ¿qué hacer con todo eso? Dicen que resignación es la palabra. Entonces, mentalicémonos y aprovechemos para aprender algunas cosas.
El odio a la maternidad llegó para mostrar que todo aquello que anhelamos, estudiamos y nos apresuramos a poner en práctica se queda en nada en situaciones extremas.
El odio a la maternidad vino para humillar a la buena madre, con su alimentación equilibrada y sus juegos educativos. Vino para reírse en mi cara de la crianza positiva de los hijos y de los argumentos sensatos de los abuelos educadores.
El odio a la maternidad vino para mostrar lo mucho que la idea de una buena madre o un buen padre (porque, claro, este texto vale para todes) está ligada a la crianza colectiva, a la escuela, a los abuelos, a los amigos, a los tíos, al viaje a la casa de campo, a los encuentros sin compromiso y todo lo que forma nuestra red social.
Porque es mucho mejor ser madre (y/o padre) cuando hay diversidad en la vida y otras cosas para odiar.
* Lia Bock es periodista, escritora, madre de cuatro y madrastra de una. Es colaboradora de Hysteria, autora de los libros Manual do Mimimi y Meu Primeiro Livro y comentarista de CNN Brasil. Este artículo fue publicado originalmente en la revista brasileña Hysteria. BBC Mundo lo reproduce aquí con su autorización.
Puedes leer el texto original en portugués aquí.
Recomendadas