22 jul 2020 , 08:30

Así se decide la salud de nuestro cerebro antes y después de nacer

   
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La respuesta al estrés es anómala en niños y bebés que nacen de madres estresadas.

Después de largos debates sobre si la aparición de enfermedades (incluidas las mentales) está condicionada por la genética o por el ambiente, ya no hay ninguna duda. Los dos factores están implicados e íntimamente relacionados.

Si aludimos a la enfermedad mental, obligatoriamente nos tenemos que referir al cerebro. Un órgano todavía bastante desconocido, que empieza a formarse en épocas tempranas de la gestación y cuyo desarrollo puede verse alterado por influencias de su ambiente intrauterino (hormonas, déficits de nutrientes, tóxicos…) y de las condiciones de vida maternas (su entorno más directo).

En efecto, si la gestante sufre estrés intenso y continuado tendrá niveles elevados de cortisol, la hormona de respuesta al estrés, que atravesará la placenta.

Como consecuencia de estas altas concentraciones de cortisol, en el cerebro fetal se producirán cambios epigenéticos (modificaciones en las zonas del ADN correspondientes a determinados genes, sin alterar su secuencia) que reducirán los receptores encargados de facilitar la entrada del cortisol en el interior celular.

En consecuencia, los niveles de cortisol plasmático en el feto permanecerán también altos.

El estrés materno modifica el cerebro del feto

Estudios diversos apuntan a que los hijos de mujeres que han padecido intenso estrés en la gestación tienen una respuesta anómala al estrés.

BebéDerechos de autor de la imagenGETTY IMAGES
Image caption La respuesta al estrés es anómala en niños y bebés que nacen de madres estresadas.

Se manifiesta, entre otras cosas, en una mayor reactividad del recién nacido tras la punción del talón, con una recuperación emocional más lenta.

Pero también en la reacción del lactante y del niño mayor ante situaciones estresantes, por ejemplo, tras la administración de una vacuna, tras el baño o tras la separación de los padres.

Por si había dudas, se han identificado cambios epigenéticos fetales vinculados al estrés materno en sangre de cordón de neonatos, y en otras muestras celulares en lactantes y niños mayores.

Para colmo, estudios con resonancia magnética muestran que el estrés y la ansiedad de la madre durante la gestación modifican estructuralmente el cerebro fetal.

Unas veces se ve afectada al área límbica, con aumento del volumen de la amígdala, es decir, la zona cerebral relacionada con el procesamiento y la memoria emocional principalmente de emociones negativas como el miedo y la ira.

Paralelamente, el estrés materno parece generar una disminución del hipocampo, región responsable de la memoria y del aprendizaje de sucesos afectivamente condicionados.

Respuesta exagerada ante el estrés

Otras modificaciones observadas han sido la disminución de materia gris de la corteza prefrontal, responsable de funciones ejecutivas como la toma de decisiones o la autorregulación de la conducta.

A lo que se suman cambios en la estructura de la sustancia blanca, que se encarga de conectar distintas zonas cerebrales entre sí.

Madre con su bebéDerechos de autor de la imagenGETTY IMAGES
Image caption El cerebro del bebé continúa desarrollándose después del nacimiento.

Los cambios epigenéticos y estructurales producidos tendrán como efecto en la vida futura de estos niños unas respuestas exageradamente intensas ante las situaciones estresantes.

Incluso pueden aumentar la probabilidad de padecer problemas psíquicos, que se manifestarán como dificultades emocionales (introversión exagerada, dificultades en las relaciones sociales…) o de conducta (impulsividad, hiperactividad, agresividad…).

A la larga, todo ello puede conducir a un aumento de la conflictividad en el ámbito familiar, educativo y social. Incluso hay estudios que relacionan el alto estrés vivido en la gestación con un menor cociente intelectual, autismo y esquizofrenia en la descendencia.

La infancia es decisiva

Tras el nacimiento, el cerebro del niño continúa desarrollándose. En esta etapa depende tanto de su dotación genética como de la modulación que le ocasiona su experiencia.

ClaseDerechos de autor de la imagenGETTY IMAGES
Image caption Las experiencias adversas en la infancia pueden dar lugar a problemas de aprendizaje.

Y, de la misma manera que en la vida fetal le afectaba lo vivido a través de su madre, las experiencias adversas en los primeros años de la vida pueden activar de forma excesiva o prolongada los sistemas de respuesta al estrés.

Si eso sucede, se producen efectos dañinos en el aprendizaje, el comportamiento y la salud que arrastrará a lo largo de toda su vida.

¿Cuáles son esas experiencias adversas de la vida temprana que repercuten en la salud mental al crecer? Ni más ni menos que maltrato/negligenciaviolencia en el hogar (madre víctima de violencia de género), enfermedad mental de los progenitores, pobreza, consumo de drogas por parte de los padres, así como el hecho de padecer una enfermedad grave.

Los niños que viven en la pobreza generalmente experimentan más adversidades, pues suelen enfrentarse a varios factores que condicionan el desarrollo cerebral.

Niño en la calleDerechos de autor de la imagenGETTY IMAGES
Image caption El maltrato, la violencia en el hogar y la pobreza son algunos de los factores que inciden en la salud mental del niño.

A saber: problemas nutricionales, exposición a tóxicos, peor salud materna prenatal, menor estimulación cognitiva de la familia (interacción lingüística), estrés de los padres y escasas habilidades parentales de crianza.

Las investigaciones que han profundizado en las consecuencias de las experiencias de la pobreza y el maltrato en los primeros años de la vida han demostrado que, al igual que ocurría en la vida fetal, en el cerebro infantil se producen cambios epigenéticos que conducen a mayor reactividad del cortisol al estrés.

En cuanto a los cambios estructurales del cerebro, se verían afectados:

a) la amígdala, que se hipertrofia e hiperactiva, lo que se traduce en ansiedad;

b) el hipocampo, que sufre disminución de tamaño por la pérdida de neuronas y de conexiones neuronales, provocando deterioro de la memoria, del control del estado de ánimo, y dificultades en el aprendizaje;

c) y la corteza prefrontal medial, relacionada con el control del lenguaje y los procesos cognitivos, incluidos el razonamiento y la planificación, que disminuye de volumen y actividad.

Para colmo, con las adversidades infantiles se deterioran las conexiones entre la corteza prefrontal y la amígdala, lo que se traduce en pérdida de control sobre la región límbica.

Garantizar el bienestar psíquico en la infancia

Aunque quedan muchas preguntas por responder, los avances científicos no dejan lugar a dudas de la íntima dependencia entre el desarrollo cerebral en los primeros años de la vida y las circunstancias sociales en las que se crece.

Niños jugandoDerechos de autor de la imagenGETTY IMAGES
Image caption Los cambios en el cerebro son reversibles, siempre y cuando cambien las circunstancias que rodean al niño.

Por esta razón, parece prioritario asegurar unas condiciones psicosociales básicas que garanticen que las mujeres vivan su embarazo en el mejor estado de bienestar psíquico.

Además, deberíamos procurar que los niños alcancen todo su potencial, promoviendo su bienestar y evitando que vivan en la pobreza y la violencia. Pero, sobre todo, teniendo como pilar básico el cuidado afectuoso de sus progenitores.

Para los niños que han vivido circunstancias difíciles desde los primeros años de su vida también hay esperanzas.

Tanto las modificaciones epigenéticas como los cambios estructurales cerebrales son reversibles debido a la "plasticidad" el cerebro.

Eso sí, solo se revierten si las condiciones externas se modifican. De ahí la gran responsabilidad social de poner medios para prevenir el daño o si no, al menos, intervenir para disminuirlo cuando ya esté presente.

*Mª Dolores Estévez González es pediatra y catedrática de Escuela Universitaria- Facultad de Ciencias de la Salud ULPGC, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España.

Este artículo se publicó en la revista The Conversation. Puedes hacer clic aquí para leer la versión original.

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