Las visitas a los cementerios son más o menos comunes en Latinoamérica y Europa.
Los visitantes avanzan entre las tumbas con los ojos vendados en medio de la noche. En cada paso titubeante parecen estar batallando con sus miedos, con los demonios que los persiguen desde la infancia. Pero no se detienen, siguen las voces que los guían.
En su recorrido nocturno por el cementerio El Tejar de la capital ecuatoriana, creado a inicios del siglo XIX, van custodiados por una decena de personas que visten capuchas y largos hábitos negros que a intervalos los interpelan con frases como “¿Por qué pierdes el camino?”, “¿Adónde vas?, mientras dan golpes.
Las visitas a los cementerios son más o menos comunes en Latinoamérica y Europa: en Buenos Aires es casi ineludible ir al cementerio de la Recoleta para ver la tumba de Eva Perón; en Washington, a Arlington; en París, a Père Lachise. También hay visitas en Chile, Paraguay, Uruguay y Perú donde los turistas recorren sepulcros de famosos artistas y políticos o mausoleos que buscan perennizar el recuerdo de sus ocupantes.
La diferencia con las visitas nocturnas a El Tejar -ubicado en medio del poblado casco colonial de Quito plagado de pintorescas cúpulas de iglesias- es que según Alexandra Ortega, gerente de la empresa Quito Post Mortem que organiza estos recorridos, es que buscan “una reflexión en las personas, que entiendan que en los cementerios se encuentran la vida y la muerte, que la vida es efímera y la muerte lo único cierto. Y hacerlo con los ojos vendados intensifica la experiencia”.
El emprendimiento surgió en 2016 como una tesis de grado de la carrera de Turismo orientada a explorar áreas inusuales. Más tarde se convirtió en una fuente de trabajo e ingresos, siempre con la aprobación y aceptación de la comunidad de los Mercedarios, que regentan el cementerio.
El grupo de visitantes ingresa a un olvidado mausoleo mientras unas voces preguntan: “¿Qué estás haciendo para que tras tu muerte alguien te recuerde?, ¿qué estás haciendo para que no te olviden?”. Enseguida bajan a una catacumba donde una niña les toca los brazos y al borde del llanto les pide que no la dejen sola, que se queden a jugar con ella.
Los visitantes, aún con los ojos vendados, son inducidos a acostarse en nichos durante varios minutos mientras los guías les piden que recuerden a sus seres amados y piensen qué dirían el día en que asistan a sus funerales. Una mujer que entra en crisis y se niega a completar la experiencia es separada del grupo.
“Reflexioné acerca de mi muerte, me vi acostado, tranquilo, pero con el miedo de no volver a despertar... reflexioné en lo que dicen, ‘eres polvo y en polvo te convertirás’”, dijo a AP, Stalin Caiza, de 23 años, al salir del nicho, la que consideró la experiencia más intensa del recorrido.
El profesor de la Universidad San Francisco especializado en filosofía y religiones, Nathan Digby, explicó a AP que las visitas a los cementerios son una “manera de lidiar con nuestros miedos. Es como que logramos algo de control. No sólo entender sino imaginar esta situación nos ayuda a afrontar algo que nos asusta”.
Por su parte, el presidente del colegio de psicólogos de Quito, Peter Sanipatín, señaló que “la muerte está muy presente en el sentido de los latinoamericanos, como el Día de Muertos en México, aunque hay mitos que nos hacen sentir miedo a ella”. Estas visitas, sin embargo, “nos permiten enfrentarnos a una imaginaria muerte y salir triunfantes, al menos momentáneamente”.
Pero para Maritza Bermeo, que acaba de concluir el recorrido, la conclusión es la opuesta. “Acabo de entender que cuando te entierran puede ser que uno o dos años tus familiares te visiten, luego simplemente se olvidan de ti y ya no vienen a ver dónde te enterraron”.
Ortega coincidió con la joven: “Todos creen que los cementerios son el lugar de los recuerdos, pero se puede constatar que es el sitio del olvido”.
Medio centenar de personas acuden a estos recorridos cada mes, especialmente jóvenes y gente mayor. Los niños no son admitidos y la visita cuesta unos 16 dólares.
Recomendadas