"No mire a los presos a los ojos": cómo fue mi visita a la megaprisión de Bukele, símbolo de su controversial guerra contra las pandillas
Es plena noche, pero eso no importa porque las luces artificiales nunca se apagan. No huele a deterioro y hacinamiento, como en las otras cárceles del país; todo es nuevo, reluce.
"No los miren a los ojos, no hagan contacto visual".
Esa es una de las primeras instrucciones que recibimos un grupo de periodistas al iniciar la visita al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), la prisión de máxima seguridad construida hace justo un año por el gobierno de Nayib Bukele para miembros “de alto rango” de las tres principales pandillas de El Salvador.
Rapados, vestidos de blanco impoluto, los tatuajes a la vista, es difícil no mirar a los presos, que se saben observados y devuelven la mirada desde el otro lado de las rejas.
Cientos de ellos están dentro de las celdas gigantes de la prisión, una faraónica obra levantada en medio de la nada que simboliza la controvertida política de seguridad de Bukele, a la que se atribuye su aplastante victoria en las elecciones del domingo.
Durante años las bandas Mara Salvatrucha y el Barrio 18 —escindidos en Revolucionarios y Sureños después— desangraron el país.
Ya no.
“Aquí están los psicópatas, los terroristas, los asesinos que tuvieron en luto a nuestro país”, advierte el director del centro, quien se guarda el nombre pero se deja filmar.
Él será nuestro guía durante una visita coreografiada por el gobierno.
Es plena noche pero eso no importa, porque las luces artificiales nunca se apagan. Una ráfaga de aire se filtra por el techo enrejado y alivia los 35 grados que se alcanzan en el día en este espacio sin otro sistema de ventilación.
No huele a deterioro y hacinamiento, como en las otras cárceles del país; todo es nuevo, reluce, y está recién pintado.
Guardias encapuchados vigilan desde las alturas fusil en mano.
Debajo, los reos se encaraman a las literas de cuatro alturas en las que duermen, sin colchón ni sábana, contra el puro metal; en las que comen arroz y frijoles, un huevo duro y pasta con las manos. “Cualquier utensilio puede ser un arma mortal”, apunta el director.
Nada más hay entre esas tres paredes de cemento y las rejas, salvo las dos pilas en que se lavan y los inodoros que usan a la vista de todos; ni nada más que hacer que ver pasar el tiempo.
Y solo las abandonan durante 30 minutos al día, para practicar ejercicios con el peso de su propio cuerpo en el pasillo central del Módulo 3 que ahora recorremos los periodistas.
Hay otros siete pabellones como este, cárceles independientes dentro del enorme complejo penitenciario que abarca el equivalente a siete estadios de fútbol, rodeados de dos cercas electrificadas y dos muros de concreto armado, vigiladas desde 19 torres.
— ¿Hay alguien que haya entrado aquí y haya sido liberado?
— Estos psicópatas van a pasar la vida entera entre rejas.
¿Cuántos presos hay realmente en esta cárcel que, según el gobierno, es para 40.000? ¿Y cuántos esperan trasladar? ¿Cuál es la capacidad máxima de cada celda?
Son interrogantes que en BBC Mundo, a pesar de indagar durante meses para un especial sobre el Cecot que publicamos en julio de 2023, no pudimos resolver.
De esta visita nos iremos con las mismas dudas.
“Donde caben 10, caben 20”, zanja ahora el tema el director, a quien se le adivina una sonrisa tras la mascarilla anticovid que porta.
Una suerte de lección
Desde que se inauguró el 31 de enero de 2023, la BBC había solicitado el acceso a la megaprisión en repetidas ocasiones.
La invitación finalmente llegó el 6 de febrero a través de un mensaje de WhatsApp de la encargada de prensa de la Presidencia para medios internacionales: “Iremos al Cecot esta noche”. Del punto y la hora de reunión se informó media hora antes.
Dos días habían pasado desde que Bukele fue reelegido con el 85% de los votos y aseguró que su partido se hizo con casi todos los escaños de la Asamblea Legislativa, antes siquiera de que las mesas electorales hubieran contado las boletas.
A cinco días de la celebración de elecciones, El Salvador aún no conoce los resultados definitivos debido a numerosas fallas en el sistema de conteo y transmisión de votos y a las dudas generadas sobre el resguardo de las papeletas y los registros de resultados.
En la noche del domingo, desde el balcón del Palacio Nacional, Bukele celebró su holgado triunfo, destacó los resultados en seguridad de su primer mandato y se congratuló por haberlos logrado “con receta salvadoreña”, arremetiendo contra sus críticos y exigiéndoles respeto ante una multitud que lo vitoreaba desde la plaza central de San Salvador.
"Pasamos de ser el país más inseguro del mundo a ser el país más seguro de todo el continente americano. Y ¿qué dijeron? Que está violando derechos humanos", arrancó en referencia a la denuncia internacional sobre su política de mano dura.
"¿Los derechos humanos de quién?, De la gente honrada no. Tal vez pusimos prioridad a los derechos de la gente honrada sobre los derechos de los delincuentes, eso es lo único que hemos hecho y es a lo que ustedes le llaman violar derechos humanos", prosiguió sobre las críticas por haber rescindido derechos fundamentales, sacrificados por la "guerra a las pandillas".
"Yo les pregunto a estos organismos, a estos gobiernos de naciones extranjeras, les pregunto a estos periodistas: ¿por qué desean que nos maten, por qué desean ver sangre de salvadoreños, por qué no están felices que en nuestro país ya no corre la sangre que corría antes?".
Que dos días después nos llevaran a unos reporteros y cámaras de medios internacionales a la cárcel que es emblema de la política de seguridad de Bukele y de su principal herramienta, un régimen de excepción que lleva dos años en vigor y bajo el cual se ha detenido a 70.000 personas, era continuación de ese discurso que encandiló a los bukelistas la noche electoral.
Organizaciones salvadoreñas e internacionales de derechos humanos afirman que miles de esos arrestados no tienen ningún vínculo discernible con el crimen de las pandillas, y que otros se vieron obligados a colaborar, ya sea como vigías o para esconderles armas o drogas, por temor a perder la vida.
Cristosal, la principal organización de derechos humanos en el país centroamericano, ha documentado casos de tortura y más de 150 muertes bajo custodia estatal durante el estado de excepción.
En la misma línea, Amnistía Internacional criticó en un informe de diciembre la "sustitución gradual de la violencia de las bandas por la violencia estatal".
Seguridad a cambio de todo
“Esta es una cárcel de máxima seguridad, aquí están los pandilleros perfilados de alto rango, los terroristas”, nos cuenta el director, una vez pasados los filtros de seguridad.
En esta prisión eso incluye cacheos —“con las manos en la nuca, las piernas separadas”—, preguntas sobre tatuajes y pasar por un arco de rayos X que deja tus intestinos al descubierto en una pantalla.
“Acá no vienen instituciones externas u ONG”, aclara quien nos dirige, y asegura que la cárcel cumple con los estándares internacionales.
“Ahora les vamos a mostrar cinco casos de perfiles que tenemos aquí, casos que tuvieron repercusión nacional e internacional”.
Quiere que pongamos rostro —el más extremo—, al fenómeno al que Bukele le declaró la guerra con unos métodos que le han valido una popularidad sin precedentes pero también graves cuestionamientos.
Los guardias sacan de sus celdas a cinco individuos preseleccionados tras colocarles grilletes en manos y tobillos. Y agachados y sometidos, los ponen de cara a la pared. No tienen permitido hablar con los periodistas.
“Vení para acá. Date vuelta, por favor. Quitate la camisa”.
Nos presenta al primero.
Según el director de la prisión, es Miguel Antonio Díaz Saravia, alias “Castor”, “activo de la Mara Salvatrucha en el rango de gatillero”.
En 2022, según informó Fiscalía, fue condenado a 269 años de prisión por secuestrar, torturar y asesinar, junto a otros pandilleros, a cuatro militares que volvían a trabajar tras estar de permiso el 10 de octubre de 2016.
También le toca mostrarnos su torso tatuado a Marvin Mario Parada, condenado por el feminicidio de Alison Renderos, una atleta de lucha olímpica de 16 años, en mayo de 2012.
“Me acuerdo cómo fueron a encontrar su cuerpo desmembrado en un cañal allá por San Vicente”, dirá sobre ese mismo caso uno de los fotógrafos salvadoreños que acompañan en el microbús a los periodistas extranjeros.
“A mí me tocó cubrir la exhumación y ver cómo el forense colocaba los pedazos sobre la mesa”, sigue con la conversación macabra otra fotoperiodista.
La siguiente hora en carretera de regreso se vuelve un repaso del catálogo de horrores y de los crímenes más terribles de las pandillas, como la quema de un microbús en Mexicanos en 2010 que terminó con 17 pasajeros carbonizados.
A todos los fotógrafos locales les tocó cubrir la violencia de las pandillas para sus medios. Y a algunos les salpicó más de cerca.
“También pasé años sin poder visitar a mi tío, que vivía en la misma colonia”, por las fronteras invisibles que durante años marcaron los dominios de las pandillas rivales, sigue mi vecina de asiento.
“Si bajabas allá, no volvías”.
Historias similares escuché en mercados populares y barrios marginalizados, en bibliotecas y hoteles, en ciudades y zonas de playa, los días previos a las elecciones del 4 de febrero.
Y comentarios de apoyo al régimen de excepción que hacían comprobar a pie de calle lo que todas las encuestas predecían: una inminente victoria del popular Bukele en las urnas.
Acostumbrados a vivir durante décadas con la extorsión en la puerta de casa y la violencia a la vuelta de la esquina, para la mayoría de los salvadoreños la seguridad lo vale todo.
Vale más que las dudas sobre cómo se desarrollará un sistema de “partido único en democracia”, como lo calificó Bukele, y qué poderes le dará a quien lo encabece; más que el cumplimiento de la Constitución, los señalamientos de acumulación de poder y deriva autocrática, las denuncias de detenciones sin pruebas o sin debido proceso, de torturas en las cárceles y otras violaciones de derechos humanos.
En todo eso pienso cuando llegamos al parqueo para visitantes de Casa Presidencial, nuestro destino de regreso tras la visita a la megaprisión.
Mientras me apeo del microbús, escucho a mi espalda: “Es que es fácil no haberlo vivido y criticar”.
Recomendadas