Este gobierno usa los mismos recursos autoritarios de aquel largo gobierno que se inauguró en 2007.
¿Coincidencias? Sí. Hace 17 años, el grueso de la población aplaudía que tengamos un presidente de mano dura, tal como ocurre ahora. Las cifras del Latinobarómetro lo confirman.
Y cuando los atropellos de hace casi dos décadas estaban dirigidos a sus personajes incómodos, celebraban o se hacían los locos porque estos eran humillados en el Palacio de Carondelet, agredidos a huevazos en las puertas de una corte provincial y obligados a refugiarse en otro país durante siete años.
Esos mismos aduladores del poder omnímodo de entonces se rasgan las vestiduras y denuncian -con justa razón- los atropellos de hoy.
La discusión sobre la calidad de la democracia en Ecuador consiste en estar del lado de los opresores y pasarla bien, con la plata pública de nuestros impuestos, justificando desde ahí cualquier exceso. Pero ni el gobierno de entonces ni el de ahora son los únicos culpables de esta tragicomedia. En el medio está toda la sociedad y sus capas dirigenciales, prestas a relativizarlo todo.
Quienes hoy repudian el “odio implacable” de un gobierno intolerante, destilan y destilarán ese mismo sentimiento en redes sociales y sus acciones públicas contra las personas (muchas de ellas, periodistas) que no tienen su misma visión de país. El problema es que cuando las solidaridades son selectivas, no cabe espacio para la reflexión ni para un llamado a la calma. Solo cuenta el cargamontón, la burla y los insultos infames contra la gente que tiene ideas distintas, incómodas sí, pero distintas.
Son tan jocosos que ya saludan (a regañadientes) los comunicados de ONG a las que han basureado sin descanso por, supuestamente, tener una mirada selectiva sobre el trabajo de la prensa y los medios. Lo mismo pasa con el pronunciamiento de las agrupaciones políticas que eran gobierno y hoy muestran su preocupación por lo que ocurre. Pero que hace pocos meses eran la representación del engendro del mal.
Por esas ligerezas y activismos, llegamos al punto de normalizar la violencia y reconocer con notable generosidad el talento de los criminales con tal de destruir la poca institucionalidad que le queda al Ecuador. Esa agenda se construyó desde octubre de 2019 y quien no se alineaba a ella, era destruido por la crítica irracional.
Nuestro problema como país es que no tenemos una lectura prospectiva y ni la capacidad de hacer construcciones históricas sobre los enormes desafíos del futuro. Por eso nos enamoramos en un flus y nos desilusionamos a la vuelta de dos decretos presidenciales.
Cuando logremos entender que es a nosotros, los ecuatorianos, y no solo al caudillo de turno, a quienes nos estorba la democracia, quizá podamos plantearnos un nuevo paradigma de libertad.
Mientras tanto, las solidaridades solo tendrán un metro cuadrado de tamaño, insuficiente para sentar las bases de una nueva sociedad.
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