Comenzó a llover en Quito y en varias zonas de la Sierra. Es una noticia esperanzadora. Las nubes no están muy cargadas, pero ojalá sean las primeras de una temporada invernal fértil y continua. Si eso ocurre, empezaremos a superar, estimados lectores, una de las sequías más duras y destructivas de nuestra historia.
Las pérdidas económicas son millonarias. El drama de los damnificados, desolador. Y el grado de contaminación ambiental es dañino y peligroso.
El golpe climático de estas semanas ha puesto de cabeza un montón de dogmas que en los últimos 16 años condicionaron nuestra convivencia, al punto de volverla inviable.
El Estado derrochador de la bonanza petrolera de la década ganada hoy es totalmente inoperante por su falta de previsión y recursos, así como por su vomitiva corrupción. La muestra más patética: un país con 11 horas diarias de apagones.
La empresa privada, nacional y extranjera, que tiene el deber de expandirse y la virtud de generar empleo de calidad, sigue atada de manos y arrinconada porque no hay un ambiente propicio para su inversión. Los políticos y los mafiosos ganaron terreno a los técnicos y profesionales decentes. Muchas entidades públicas, diseñadas en Montecristi para regularlo y controlarlo todo, responden la delincuencia organizada.
El ambientalismo, como corriente política, que se enfocó únicamente a bloquear la expansión petrolera y minera del Ecuador, hoy no tiene discurso ni propuesta para curar a este país de montañas carbonizadas y vegetación arrasada.
Decir que este infierno es la consecuencia devastadora del cambio climático es una lectura superficial e incompleta. El daño es mundial y Ecuador, con toda su deficiencia en cuanto al cuidado del ambiente, apenas si aporta con un insignificante porcentaje de emisión de CO2. Por lo tanto, nuestras desventuras no se solucionan cerrando pozos petroleros o bloqueando la minería formal, mientras la ilegal destruye la naturaleza, volviéndola una lavandería de mercurio y plata asesina de los narcos.
Ecuador requiere muchísimo dinero, así como planes ambientales, técnicos y sostenidos de reforestación, cuidado de páramos y protección de fuentes hídricas.
Es un dinero que no vendrá, porque lo poco que entra (en su mayoría de impuestos y endeudamiento público) se destina a pagar los sueldos y la operación de un Estado que no funciona y que, para colmo, tiene urgencias vitales como luchar contra la inseguridad.
Quizás este sea el momento para un gran diálogo entre la empresa privada, las instituciones democráticas y las fuerzas sociales, entre ellas, ambientalistas e indígenas, con el fin de replantear el modelo de operación de nuestros sectores energéticos.
El incentivo decidido, inteligente y constante a la inversión petrolera, para obtener más recursos públicos, puede ser la única salida. La tecnología permite mitigar en gran medida los daños ambientales.
Con ese dinero se puede financiar un gran plan de protección ambiental en ciudades deforestadas. Y también una infraestructura energética nacional para que las hidroeléctricas no sean la única fuente de generación. Y claro, que en los apagones, el país no se envenene con la humareda de los motores a diésel que operan para dar luz (basta con las chimeneas de los buses que contaminan en todo lado y que al activismo ambiental parece tenerle sin cuidado).
Hay que tener recursos para una educación integral en defensa de nuestro entorno natural más cercano. También, para que los gobiernos seccionales desarrollen políticas urgentes de cuidado de sus cantones y del tratamiento de las basuras. El desafío por cuidar en serio nuestra pachamama es mucho más amplio y complejo que haber hecho bulla por cerrar el Bloque 43 del ITT y que por la pérdida de sus ingentes recursos económicos nos lamentaremos más temprano que tarde.
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