Vivió sin rostro por enfrentarse a la Cosa Nostra
Son las nueve de la noche del 24 de junio de 1991. En este preciso momento está trasteando en la cocina de su restaurante.
Tiene 23 años, una niña de 3 que duerme en casa con sus abuelos y un marido, Nicola Atria, a quien dentro de pocos minutos asesinarán delante de sus ojos.
En la terraza de la pizzeria Europa, que Piera regenta con su esposo, el verano aprieta y el bochorno empaña los rincones del pueblo de Montevago, 20 calles y una catedral enroscados en el valle del Bélice, ubicado en el interior occidental de Sicilia.
No cuenta con el encanto de los templos griegos de Agrigento, los edificios elegantes de Palermo, ni el agua turquesa de Marsala o Trapani, y pocos fuera de Sicilia supieron de su existencia hasta 1968, cuando un terremoto borró del mapa varios municipios de la zona y a centenares de sus habitantes.
El nombre del Bélice se grabó entonces en la memoria colectiva del país y, por la lentitud en la reconstrucción, la corrupción y los intereses poco transparentes que quedaron patentes en los años siguientes terminaron asociándolo irremediablemente a dos palabras: Cosa Nostra.
Pero Piera no piensa en nada de esto mientras sigue ajetreada en la cocina de su pizzería. Le preocupa más atender rápido a su hermana embarazada, que está en la terraza con otros clientes.
De repente, escucha la cortina de mimbre de la cocina moverse.
Se da la vuelta y ve a un hombre con una capucha en la cabeza: viste un traje de camuflaje, huele a gasolina y lleva una escopeta recortada en la mano.
Es de baja estatura y avanza hacia ellos.
Lo reconoce.
"¿Qué está pasando?", grita, el hombre apunta, su marido la empuja contra la pared, "No toques a mi mujer", entra otro hombre, mucho más grande, también con escopeta, el dedo sobre el gatillo.
Piera da un brinco, le agarra la culata, está caliente, huele a gasolina, detrás de ella escucha dos explosiones, sus manos arrancan la culata, el hombre se libera, la bloquea contra el fregadero, con la otra mano dispara, ¡pum!, ¡pum!
Su marido grita. Se cae al suelo.
El aire de la cocina no huele a otra cosa que a pólvora y gasolina.
Nicola está muerto.
"Tienes una sensación fea cuando los asesinos se van", me dice 29 años después de aquel crimen Piera, ahora diputada, mientras se recuesta en su butaca del despacho que comparte con un colega en la capital italiana.
Carraspea.
"Sientes alivio, porque has sobrevivido. Pero al mismo tiempo sientes un vacío. ¿Sabes cuando algo te succiona? ¿O cuando te bajas de un tiovivo que se mueve para arriba y para abajo? Bueno, esa es la sensación cuando presencias un homicidio".
Su asistenta abre de par en par las ventanas de la oficina. El aire está impregnado de humo de cigarrillo.
Por las persianas no entra ni un rayo del seco sol de principio de marzo que ilumina una Roma sumida en la crisis por el coronavirus.
Al fondo de la calle se adivinan las esbeltas líneas del palacio Montecitorio, la sede del Parlamento italiano y también del lugar de trabajo de Piera desde que, hace dos años, empezara su cuarta vida.
"Ahora que soy diputada fumo como un carretero", me confiesa, y larga una carcajada.
LA PRIMERA VIDA: LA VIOLENCIA DE LA MAFIA
En su primera vida, Piera se llama así, Piera Aiello, un nombre que perderá y no recuperará hasta su cuarta vida. Pero eso vendrá después.
Ahora es una adolescente en Partanna, el pueblo de Sicilia en el que nació en 1967, que dejó junto a su familia pocos meses después, cuando el terremoto lo arrasó, para embarcarse rumbo a Venezuela, y al que regresaría cinco años después.
Con la pubertad confundiéndole los deseos, en ese pueblo siciliano que nada tiene que ver con la Venezuela de la que su familia volvió con más dinero, unas palabras de español y una niña más, Piera comprende tres cosas.
Que en Partanna no está bien visto que las chicas expresen sus pensamientos.
Que, como en muchas otras aldeas de la isla italiana, hay dos guardianes veteranos que patrullan las calles y castigan a los ciudadanos rebeldes: el miedo y la omertà.
Y que esos guardianes responden ante un hombre del que dicen que es un paciere, que parece ser respetado por todos y a quien se dirigen con reverencias, como al protagonista de la trilogía de "El Padrino": Don Vito.
Pero el Don Vito de Partanna no se apellida Corleone, como el de las películas, sino Atria, y no tiene la mirada enigmática de Marlon Brando, sino las maneras toscas de un jefe mafioso local.
Don Vito Atria tiene una hija más pequeña que Piera, Rita, y un hijo algo mayor, Nicola, que se enamora de ella.
Empiezan a salir juntos -"con la aprobación previa, ¡claro!"- de sus respectivas familias.
Pero los modales posesivos de Nicola, sus continuas infidelidades y las zalamerías que la gente del pueblo dedica a Piera por ser la nuera de Vito Atria la convencen de interrumpir la relación.
***
"A Nicola no le afectaba mucho, pero su padre no podía aceptar esta afrenta", me explica ahora en su despacho de Roma.
"Al cabo de una cuantas semanas, Don Vito vino a mi casa y me dijo: 'A mí no me importa si lo haces sufrir durante un mes, dos meses, un año, 10 años… pero al final, tú serás mi nuera. Porque todos tenemos una familia a la que queremos'".
Hace una pausa y se abalanza sobre el escritorio. Luego sigue.
"Prácticamente, me estaba amenazando. En esos años en Partanna se mataba por mucho menos, incluso por una mirada equivocada", recuerda.
"Esa fue la primera encrucijada de mi vida".
LA SEGUNDA VIDA: UN LIMBO INDEFINIDO
"Aiello Piera […], en cuanto persona informada de los hechos, desde hace un tiempo ha empezado a proporcionar declaraciones detalladas sobre numerosos homicidios y otros delitos acontecidos en el área del Bélice y está aportando interesantes declaraciones a propósito de la estructura y el tamaño de las familias mafiosas de esa zona, ensangrentada en épocas recientes por gravísimas faide entre grupos enfrentados.
Aiello, viuda de uno de los que han sido asesinados, hace estas declaraciones sin que sus propios familiares estén al tanto y vive con el temor de que ellos puedan enterarse.
Se hace por lo tanto necesario que la susodicha, cuya colaboración sigue y se prolongará hasta un tiempo por el momento indefinido, sea asistida para poder alejarse de Montevago y ser protegida adecuadamente".
Estas frases, redactadas con el típico estilo farragoso de los partes policiales, son la petición de protección para testigos que la Fiscalía de Marsala -a 60 kilómetros de Partanna, en la provincia de Trapani- envía el 26 de agosto de 1991 al Alto Comisariado para la lucha contra el crimen organizado en Roma.
Para Piera, sin embargo, es el papel que certifica su segundo nacimiento.
En realidad los dolores de parto empiezan un mes antes, cuando en su casa aún rimbomban los pésames y las advertencias de su suegra de que no hable con los sbirri.
Pero ella ha decidido aceptar la invitación de la fiscal Plazzi.
Concierta una cita con un carabiniere y se dirige en su carro a la comisaría, donde lo cambia por otro que conduce él, y después por otro.
Rumbo a Palermo, el miedo que alguien los pueda seguir no los abandona en ningún momento.
Cambian de trayecto, toman una carretera secundaria, vuelven a alterar el rumbo, despistan, hablan poco, miran, comprueban, vuelven a mirar, olor a cigarrillo, adelante, atrás, miedo, confusión…
Después de una hora, el carro llega a la comisaría de Terrasini, un pueblo a escasos kilómetros del aeropuerto de la capital siciliana.
Allí se encuentra con Plazzi, con otra fiscal, Alessandra Camassa, y con el fiscal general, Paolo Borsellino.
Borsellino y su colega Giovanni Falcone son dos de los jueces más implicados en la lucha contra la mafia desde los 80. Y lo serán hasta sus muertes.
Los dos son de Palermo, entienden muy bien la idiosincrasia de la Cosa Nostra y están elaborando un novedoso sistema investigativo que logrará detener y condenar a centenares de mafiosos.
Será gracias a sus investigaciones que se descubrirán la compleja estructura de la Cosa Nostra y las relaciones tejidas a lo largo de los años con el poder político y empresarial italiano.
Pero Piera, en ese momento y en esa comisaría, ni está al corriente de todo esto ni sabe quién es ese hombre que le presentan, que intuye como alguien importante y a quien por ello llama "honorable", como si fuera un diputado.
Borsellino, afable pero escueto, le dice: "La colaboración con la justicia funciona así: si quieres que detengamos a los que mataron a tu marido tienes que contarnos todo lo que sabes, sin esconder nada. Y si encontramos las pruebas de que lo que nos dices es verdad, entonces podremos detener a quienes acusas.
Luego tendrás que ir al tribunal, repetirlo todo delante de los asesinos de tu marido, que es posible que estén allí, detrás de los barrotes, y que te miren con los ojos cargados de odio".
Y acaba con un aviso que se volverá profético.
"Si te decides a testimoniar, tendrás que irte de aquí. Tendrás que arrancar Sicilia de tu mapa".
"Ya me he decidido", le contesta Piera a Borsellino. "Solo necesito tres días para cerrar mi cuenta en el banco, despedirme de mis padres, empacarlo todo e irme con mi hija".
Tres días después, la noche del 30 de julio de 1991, Piera está durmiendo con su hija en un apartamento protegido en Roma.
A partir de ese momento, ya no será Piera Aiello. Su nombre y su primera vida solo asomarán entre las líneas ostentosamente farragosas de los informes judiciales.
Ahora es una testimone di giustizia.
***
"Poco antes de abandonar Sicilia, fui a despedirme de Rita Atria", me dice Piera, sus uñas de gel rosa flotando en el aire de su despacho de diputada.
"Le dije: 'Yo no quiero ser como tu madre. No quiero ser una viuda de mafia. No quiero ver pasear delante de mis ojos a los asesinos de tu hermano, a los asesinos de tu padre'.
Teníamos que decir ¡basta! a todo esto. El nuestro era un pueblo de huérfanos y de viudas. No había familia que no tuviese a alguien asesinado", sigue, su pequeño colgante con el símbolo de Sicilia balanceándose en el escote de su blusa a rayas.
"Estaba cansada de esa vida. Estaba cansada de ver cómo esas mujeres agachaban la cabeza, cómo vestían su pañuelo negro de luto, cómo se arrodillaban ante este sistema mafioso.
Le dije todo esto a Rita y se lo repetí todos los jueves a las tres de la tarde, cuando la llamaba desde una cabina telefónica de Roma".
LA TERCERA VIDA: DOS EXISTENCIAS PARALELAS
La tercera vida de Piera es un cara o cruz constante. Pero es ella, no el azar, quien decide cuándo lanza al aire la moneda y de qué lado la deja caer.
Cuando apuesta por la cara, cede su rostro a su nueva identidad y a su nueva vida privada.
Con un nuevo nombre, se muda a una localidad protegida, empieza a trabajar, conoce a un hombre, se enamoran.
Esta vez no serán sus padres quienes autoricen la relación sino la policía, que se encarga de escudriñar sus nuevas interacciones sociales.
Una vez obtenido el visto bueno, ella le revela la otra identidad que esconde su rostro, él no se amilana y en 1999 se casan.
Piera da a luz a otra hija, a quien decide no contar ni su pasado ni el nombre con el que lo vivió.
Cuando esa niña descubra quién era, quién es o quién será su madre -y esta vez sí será el azar el que juegue con ellas-, será casi mayor de edad y Piera estará a punto de empezar su cuarta vida.
Pero, de momento, para ella es mamá y punto.
Ni se imagina que la moneda de su madre también tiene una cruz.
Esa cruz son su experiencia pasada, los recuerdos y memorias que Piera empieza a contar, ahora sí con su verdadero nombre, en encuentros públicos cada vez más frecuentes.
Es lo que ella define como su "misión": visitar las escuelas de todas las regiones de Italia para explicar a los estudiantes cómo es el rostro de la mafia. Ella, que no puede mostrar el suyo.
Y en 1995 Piera empieza a involucrarse en el movimiento civil contra la mafia a través de la Asociación Rita Atria, fundada un año antes por Nadia Furnari, una activista política siciliana.