Los ojos se llenaron de amarillo
No hubo que caminar mucho para presenciar un espectáculo que se manifestaba imponente, total.
Por Lenin Artieda
Era, sin duda alguna, una provocación. El planteamiento llegaba desde lo más alto y venía configurado como consulta: ¿qué te parece si vas a hacer un reportaje sobre el florecimiento de los guayacanes? En segundos, esa pregunta se reproducía en otras que disparaban para todos lados: ¿dónde es?, ¿cómo se cuenta un evento natural?, ¿es interesante el florecimiento de un árbol por más que ello ocurra solo una vez al año? Pero las respuestas también se sobrevenían atropelladas y delante de ellas una imagen, un nombre: Nelson Estupiñán Bass.
Los noventa estaban empezando cuando llegó a mis manos la Canción del niño negro y del incendio (https://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1974/11/20/128.html) y poco tiempo después la magistral novela Cuando los guayacanes florecían de ese autor esmeraldeño. Era imposible no establecer relación entre lo uno y lo otro, y con el desarrollo de la cobertura nos daríamos cuenta -más aún- de esa conexión atemporal, brutal y mágica, entre dos realidades distintas que se interrelacionan a través de las imágenes que nos generan las palabras. Convencidos que somos de que el mundo termina sólo cuando su metáfora ha muerto, esta cobertura nos iba a poner ante la vida en pleno.
El viaje a ninguna parte
La primera información recibida señalaba que el florecimiento de los guayacanes que promocionaba el Ministerio de Turismo ameritaba un viaje hasta la provincia de Loja y eso ya era una buena noticia. Allá en el sur del país he encontrado siempre gente dispuesta a colaborar en la construcción de distintos reportajes pero no solo eso; su capital -siempre generosa- acostumbra regalarme los más coloridos atardeceres: lo mismo un incendio de cielo que nubes acuchilladas por matices que resulta imposible imaginar que existen hasta no haberlos visto.
De Guayaquil salimos a las cinco de la mañana y llegamos a Loja cerca de la una y media de la tarde. Dice un fragmento de un poema que “las peroles y los taxistas, son seres por los cuales uno puede enterarse de casi todas las cosas de este mundo”; así fue. Un conductor se acercó a preguntar qué milagro nos llevaba por esos lados y le dije que uno amarillo. Me miró como asombrado primero, pero luego con bastante lástima.
-¿Desde qué hora están viajando?, preguntó.
-Poco más de ocho horas porque paramos a comer algo, le dije intentando descifrar por qué lado caería el garrotazo.
Se metió las manos en los bolsillos, caminó hacia la cafetera que estaba a unos pocos metros de los baños y donde uno podía servirse gratuitamente una bebida caliente que sabía a dulce y a tierra. Se sirvió un vaso hasta el ras, hasta que se regara un poco -era su medida- y se lo tomó todo de un sorbo.
-Si sabe que recién va por la mitad, me dijo
-No puede ser, ¿está usted seguro?
-Claro, el bosque de guayacanes está en Mangahurco. Ustedes han venido por el camino largo. Vayan rápido si no quieren que les coja la noche.
Con las instrucciones aprendidas -y repitiéndolas de rato en rato por si acaso algún esguince de memoria- avanzamos hacia Celica y de allí hasta Pindal. Al terminar el pueblo, a un costado de la vía, dos militares mataban el día en una suerte de paradero. A su lado, un cartel que había sido escrito a mano con un marcador de color azul decía Mangahurco.
Era la primera vez en doce horas que veía una referencia real, la comprobación de que realmente existía este lugar que en algunos mapas aparece pero en la mayoría no. Empezaba a bajar el vidrio y una voz confirmaba la señal que me hacía con los dedos.
-Dos horas le faltan, pero en ese carro quizás se haga una y media.
El uniformado terminó de decir aquello en el momento justo que se terminaba el asfalto. Baches, lodo y sobresaltos ponían a prueba los amortiguadores y los cuerpos cansados que se trasladaban en busca de una historia que contar pero los árboles que buscábamos estaban más hacia la frontera.
Cinco para las seis
Eso marcaba el reloj cuando de repente el horizonte cambió. Al lado de una casa de madera -que se muere de ganas de contar la historia completa de sus actuales habitantes y de sus antepasados al primero que tenga vida y media para escucharla- el primer árbol florido nos daba la cuenta de que el viaje comenzaba a terminar. Así, los contrasentidos.
Bajando de aquella loma se divisaba el bosque seco en su real dimensión. Hasta donde alcanzaba la vista se veía un verde desteñido. Había que estar cerca para disfrutar del paisaje y, para ser sincero, en ese momento no parecía ser mayor cosa. O quizás en ese instante sí lo fue, pero lo que vendría luego hizo que ese primer momento ocupara un lugar secundario en el ovillo de los recuerdos.
Ya se empezaba a hacer de noche cuando llegamos a Mangahurco. El pueblo tiene cuatro calles trasnversales y tres más que las cortan. Sí, hay otras viviendas cercanas, a filo de carretera. Pero decir que hay cien casas quizás sea exagerado.
En la plaza central el ambiente era de fiesta. Había una tarima montada y un grupo de jóvenes observaba presentaciones artísticas que iban desde el folklor hasta la tecnocumbia. Está de más decir, que el pueblo entero estaba alborotado. Una suerte de anarquía se había instalado en este lugar donde la mayor parte del año apenas –y de vez en cuando- le pasa el tiempo.
Allí hay un solo hotel. Todas sus habitaciones estaban ocupados por funcionarios de distintas dependencias estatales que habían llegado para promocionar el evento natural que se gestaba.
En las calles, casa de por medio, se habían instalado mesas de madera con sillas plásticas; era el espacio para los comensales que podían comer chivo en media docena de variedades: estofado, seco de chivo, chivo al carbón y -la especialidad de la zona- chivo al hueco.
Ivelia Caraguay contaba que ese es un plato caro porque su preparación es compleja. Comienza el día anterior cortando la carne en cuadros, luego la condimenta con sal, pimienta, cebollas, comino, ajo, naranjilla y finalizaba con un abundante baño en cerveza. Al día siguiente, la carne la ponen en ollas de acero que van directo a un hueco en la tierra. En el fondo carbones, pedazos de algarrobo, y otras maderas verdes para generar la braza donde se cocinaría el manjar. La duración depende de la edad de la víctima. Si el chivo es joven con una hora es suficiente. Si es cabra ya, hay que doblar la dosis de fuego.
Que no hubiera un lugar formal para hospedarse no significa que no tuviéramos donde dormir. Don Carlos nos ofreció su casa para que pasemos la noche. Dijo que tenía algunas habitaciones vacías y que podríamos quedarnos allí, que nos hacía un precio especial, que podíamos hacerle compañía.
La oferta era insuperable. Estábamos molidos y no había donde más quedarse. Con el equipaje al hombro caminamos hasta la casa; por la ventana se filtraban los acordes de un bolero. Siga nomás, siga la voz, nos dijo. Pero yo seguía los acordes de un piano y no fueron sino los deslices de media docena de violines los que me advirtieron que era la orquesta de Agustín Lara, la inconfundible. Al fondo, brillando en un rincón, un tocadiscos RCA VICTOR, de esos que ya no se hacen hace tiempo. De esos que ya no hay quien los repare.
Catorce horas de viaje habían sido suficientes para trasladarse al pasado. Setenta años atrás. Quizás un poco más. Y si había alguna duda esta desapareció cuando intenté encontrar señal de telefonía móvil. Estaba lejos de cualquier parte y lejos también de cualquier tiempo.
Al suelo o al cielo, da lo mismo
Desperté temprano. Eran cinco para las seis, se estaba haciendo de día, a dos kilómetros está el Perú. No hubo que caminar mucho para presenciar un espectáculo que se manifestaba imponente, total. No había espacio que no fuera amarillo. La primera lluvia había caído hace cuatro días y los guayacanes ya habían florecido. Pero no es que había una que otra flor, es que las hojas habían sido reemplazadas totalmente y entonces estos grandes penachos empezaban a brillar con la presencia del primer sol hasta acercarnos a la ceguera.
De cerca, árboles solitarios vestían su traje de fiesta. A lo lejos, era un ejército de madera
Los hermanos Aponte nacieron en la frontera hace 84 años, y de tanto estar viviendo entre esta tierra se terminaron pareciendo a sus dueños. Se han vuelto de guayacán –¿y qué es la vejez sino volverse más fuerte?-. La guerra del 41 los cogió pequeños pero su memoria también florece. Que el ejército peruano entró, que después se fueron a volver y que en ese regreso se quedaron tres años, dicen. Que establecieron fábricas de parqué y que eso era bueno porque les daban trabajo, pero que empezaron a comerse el bosque y entonces ya no lo fue tanto.
Un día la fábrica no abrió más. No llegaron los jefes ni los capataces; las puertas estaban cerradas y no se llevaron un fierro. A cambio, no hubo explicación alguna.
Los Aponte son gemelos. No miden más de un metro sesenta y se repiten hasta en las arrugas. El uno comienza una oración, el otro la termina. Para que no se les olvide nada, se miran con frecuencia las palmas de las manos. Es como si allí tuvieran escrita la historia que recitan.
En el 68 hubo una sequía que duró tres años; los guayacanes que ocupan 350 mil hectáreas repartidas en cinco cantones de las provincias de Loja y El Oro no vieron una sola flor. Los que viven por estos lados creyeron que ya se habían muerto, como casi todo ser vivo que se encontraba más o menos cerca de este erial.
Pero eso no se ha repetido y no significa que todos los inviernos hayan sido buenos, pero es que los guayacanes tampoco necesitan de mucha agua para reverdecer y dar paso a su florecimiento incesante, furioso. Son centenares de miles de árboles que se expresan y no importa hacia donde uno mire, los ojos se llenan de amarillo. Ese acto es, definitivamente, una forma de alegría.
Cuatro o cinco días después, las flores van al piso. A media cuadra del parque central de Mangahurco está una acacia roja, rebelde. Sus flores caían al cielo.