La vieja industria de mercenarios colombianos que presuntamente está detrás del asesinato del presidente de Haití
Militares colombianos retirados, que hablan inglés y poseen entrenamiento en armas sofisticadas, inteligencia y operaciones internacionales. Que fueron parte de unidades contraguerrilleras, muchas de ellas financiadas por Estados Unidos.
Ese es, en términos generales, el perfil de los 26 colombianos —15 detenidos, tres abatidos y ocho prófugos— que, según las autoridades haitianas, están implicados en el asesinato del presidente de ese país Jovenel Moïse.
El mandatario fue asesinado en su residencia en la madrugada del miércoles. Sufrió 12 tiros, uno de ellos en la cabeza. Supuestamente lo torturaron. Llevaba meses encerrado en su casa en medio de una crisis política que fue menguando cada vez más su legitimidad y haciendo que aumentaran las voces que pedían su renuncia.
Hasta ahora se desconoce quién pagó a los mercenarios colombianos para que mataran al mandatario.
Pero antes de que hubiese pasado un día desde que se supo el carácter internacional del magnicidio, ya empezaron a conocerse los detalles de los exmilitares que lo llevaron a cabo.
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Detalles que ilustran una faceta clave de la guerra en Colombia: una industria de mercenarios que, salidos de los esquemas de lucha contra el narcotráfico y el terrorismo financiados por Estados Unidos, se han involucrado en distintos conflictos internacionales debido a su gran habilidad militar y su disposición de cobrar salarios bajos.
¿Quiénes fueron?
En la mañana del viernes, los medios colombianos fueron publicando a cuentagotas los nombres, las trayectorias y las fotos de los militares retirados involucrados en el magnicidio.
La mayoría de ellos rondan los 40 años, ejercieron de soldados y, como parte de una práctica usual en el ejército al no poder ascender, se retiraron jóvenes, hace menos de dos o tres años.
La esposa de Eladio Uribe, al parecer detenido en Haití, le dijo a la W Radio que el exmilitar fue soldado profesional durante 20 años, se retiró en 2019 y recibió varios reconocimientos castrenses.
Según ella, Uribe estuvo investigado por el caso de los falsos positivos, un esquema de cuotas que pasaba bajas civiles como bajas guerrilleras en combate, pero "fue absuelto".
Y estaba, de acuerdo con el relato de su esposa, en República Dominicana contratado por una supuesta empresa de seguridad que le pagaría US$3.000 al mes.
"A ellos no les dijeron para dónde se los iban a llevar exactamente (…) era una oportunidad laboral con una agencia para cuidar familias de jeques", aseguró.
Los medios colombianos también hicieron hincapié en el caso de Manuel Antonio Grosso, un paracaidista y miembro de las fuerzas especiales antiguerrilla que publicó fotos en redes sociales hace una semana desde República Dominicana.
Al parecer cruzó la frontera a Haití el día antes del asesinato de Moïse.
Los mercenarios colombianos, un bien de exportación
No es la primera vez que mercenarios colombianos son noticia mundial debido a su participación en operaciones militares que traspasan fronteras.
Durante las últimas dos décadas, cientos de exmilitares colombianos han sido empleados por contratistas privados de países como Estados Unidos o Reino Unido para dar apoyo en las guerras de Afganistán, Irak y Yemen.
Los salarios en el ejército colombiano son, según declaraciones de exministros de Defensa, entre 15% y 20% menores de lo que puede recibir un retirado en el exterior por operaciones contratadas de manera privada.
Expertos en seguridad explican que la industria de los mercenarios experimentó un cambio después de los atentados contra las Torres Gemelas en Nuevas York en 2001 y el inicio de la llamada "guerra global contra el terrorismo", que fue parcialmente ejecutada por contratistas privados.
Tras la Guerra Fría, argumentan, Estados Unidos estaba interesado en tercerizar las intervenciones militares en países pequeños pero con conflictos complejos, para reducir el impacto político de sacrificar tropas estadounidenses.
"Las guerras en Irak y Afganistán permitieron madurar a la industria militar privada, con redes de mercenarios establecidas y algunas prácticas óptimas", escribe Sean McFate, un experto estadounidense en el sobre tema.
La industria dio con la creación de empresas como Blackwater, una firma militar privada que, según informes del Departamento de Estado, dio entrenamiento a militares y paramilitares colombianos en 2005.
McFate explica en uno de sus ensayos: "Otros (países) imitan el modelo estadounidense y cada día surgen nuevos grupos militares privados de países como Rusia, Uganda, Irak, Afganistán y Colombia. Sus servicios son más robustos que los de Blackwater, ofrecen un mayor poder de combate y la voluntad de trabajar para el mejor postor con escasa consideración por los derechos humanos. Son mercenarios en todos los sentidos de la palabra".
Colombia llegó a la guerra contra el terrorismo, que fue secundada por el gobierno de Álvaro Uribe, con una experiencia ya consolidada en el tema de contratación y creación de empresas privadas de seguridad.
En los años 90, el país relajó las leyes para la creación de este tipo de empresas, para fortalecer a los grupos que enfrentaban a las guerrillas en el campo.
"El dilema para el país no es optar por tener cooperativas de seguridad rural o no", dijo el entonces ministro de Defensa Fernando Botero Zea. "La verdadera elección es entre permitir cooperativas supervisadas por el Estado o tener el desarrollo descontrolado de autodefensas y grupos paramilitares creados al margen de la ley".
El resultado fue, sin embargo, una consolidación de los ejércitos paramilitares.
Pero, además, Colombia ya era el principal aliado de Estados Unidos en la lucha contra el narcotráfico.
El famoso Plan Colombia, un multimillonario programa contra el narcotráfico, convirtió al país en el mayor receptor de asistencia militar estadounidense en América Latina.
Y disparó la creación de empresas privadas de seguridad en el país.
Según un informe de 2011 del Comité del Senado sobre Seguridad Nacional de EE.UU., entre 2005 y 2009 el gobierno federal gastó US$3.100 millones en contratos privados para políticas de antinarcóticos en América Latina, un aumento del 32% en cuatro años.
Y la mayoría de esas empresas estaban en Colombia.