La selección de Ecuador y su resurgir en el llano: ¿es hora de replantear la sede en Guayaquil?
La selección de Ecuador encendió la fiesta en Guayaquil. El 4-0 frente a Bolivia no solo significó superar la sequía de goles que la aquejaba a en las eliminatorias, sino también un cambio de paradigma: la Tri jugó mejor a nivel del mar que en la altura de Quito. Y este desempeño invita a reflexionar sobre viejas creencias y nuevas realidades.
Durante las últimas dos décadas, Quito fue considerado un fortín inquebrantable gracias a los 2.850 metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, los tiempos han cambiado. A diferencia de las generaciones pasadas, la mayoría de los jugadores ecuatorianos ahora compiten en ligas extranjeras, adaptándose al ritmo y las condiciones del llano.
La altitud, lejos de ser una ventaja, se ha convertido en un desafío físico para nuestros propios futbolistas. Esto lo han dicho a la interna de la selección, pero tienen recelo de expresarlo públicamente por temor a comentarios regionalistas o fanatismos.
Todo quedó en evidencia en Guayaquil, donde la Tri mostró un juego vertiginoso, dinámico y con precisión en todas sus líneas, aspectos que habían sido difíciles de lograr en Quito en esta misma eliminatoria y con los mismos artífices.
Más que una victoria, esto es también una enseñanza: el entorno debe adaptarse a la realidad del equipo, no al revés. Mantener la sede en Quito cuando los jugadores ya no están habituados a la altura es insistir en un dogma sin sentido.
Otra de las principales críticas al traslado del partido fue que Guayaquil no llenaría el estadio. Esa percepción quedó enterrada: en el Monumental, si bien no estuvo a toda su capacidad, se registró la mejor asistencia del año para un partido de la selección de Ecuador.
Ante Perú, en Quito, fueron 21 mil personas al estadio Rodrigo Paz; después, en ese mismo escenario contra Paraguay, 24 mil asistentes. Anoche, en el Monumental de Guayaquil, 31 mil entradas vendidas. Dato mata relato, dicen, y en este caso el dato sepultó a los agoreros del desastre, algunos con micrófono.
Pero más allá del número de aficionados, lo que verdaderamente importa es el nivel de juego de la selección. Un equipo que enamora con su fútbol será siempre el mejor imán para las gradas, sin importar la ciudad. Este fenómeno trasciende el aforo; se trata de la conexión emocional que genera un fútbol bien jugado.
Ahora bien, si la Tri juega mejor en el llano que en la altura, debido a las condiciones de los jugadores, ¿por qué no debería plantearse un cambio de sede?, después de todo, la selección es de Ecuador, no de una ciudad en particular.
Además, quien crea la sede en Quito es "lo habitual" es porque no ha revisado la historia, ya que Ecuador ha jugado muchas veces en Guayaquil, incluso desde antes de que el Monumental existiera.
El entrenador Sebastián Beccacece apostó por el cambio de sede, alejándose de la "tradición". Y acertó. No solo aprovechó las debilidades de Bolivia al sacarla de su altura, sino que potenció a sus jugadores, quienes se lucieron en un entorno más favorable. El resultado fue un Ecuador con fluidez en el toque, efectividad frente al arco y, sobre todo, confianza renovada.
Guayaquil no es solo una opción logística; es un campo donde la Tri puede mostrar su mejor versión. El debate sobre la sede no debe centrarse en viejas tradiciones o cálculos de asistencia, sino en lo que es más importante: un fútbol que inspire a los jugadores y conquiste a los aficionados.
Al final del día, el verdadero fortín no está en una ciudad o estadio determinado; está en el nivel de juego que nos lleve a soñar con el Mundial 2026.